domingo, 4 de octubre de 2020

 



No somos los únicos

 “En tiempos donde todos roban, todos matan, todos violan las mejores mentiras se hacen carne, se hacen ciertas.  Las mentiras nos gobiernan y el mal existe, aunque yo pretenda negarlo.  Es que soy una negadora potencial de todo lo negativo, por eso vuelo.”  Eso pensaba sentada en la cama, que hace de sofá,  mientras fumaba un pucho de los más baratos, con las piernas cruzadas sobre un cajón de verdulería, que se cree mesa ratona, mirando el más gordo de mis dedos que se asomaba por el agujero de la media.  Hace cuatro años me compré esta media, y todavía la tengo.  Todavía la uso y hasta que no se desintegre seguirá caminando a la par mío, porque todo en mi vida permanece hasta lograr su final absoluto.  Al final, mi ropa no sirve ni para trapo.  Pero como dicen algunos: es una pobreza digna. 

Como carbohidratos todos los días, alternando entre arroz, fideos, papa y otra vez arroz, fideos, papa, capaz que agrego un zapallo, un huevo… Ahora me decidí por la huerta,  chau capitalismo.  Pero tardan en crecer y la espera desespera.  Y el hambre ni te cuento.  Ya me siento una oriental con tanto arroz.  A mí no me parece digno.

Es  sábado a la noche, todos duermen, prendí una vela para ahorrar luz, me abrigué para ahorrar gas y como soy una ciudadana digna, me hice un té con el saquito de ayer.  Me quemé el paladar, nunca puedo esperar y mientras me calentaba las manos con la taza observaba mis libros con el resplandor de la vela y pienso… ¿Cuánto tiempo se puede resistir siendo un pobre digno? ¿Cuánto tiempo resistirías? Invitaría a uno de esos que hablan de nosotros a que vean cómo se siente de este lado.  Pero hay cosas que no cambian, la empatía es cosa de pocos.

 Soy una trabajadora digna, una pobre sin remedio, vivo en una pieza, acá tengo un par de libros, la cama y todo este quilombo que me rodea.   Me levanto a las cinco de la mañana,  viajo como se puede y gano el pan como se dice.  Pero no me alcanza para nada, a la semana de cobrar ya no queda más que un largo mes por delante y por lo menos 4 kilos de arroz y 5 paquetes de fideos por comer…¿Sabes cómo se siente esta dignidad, no?  ¿Sabes a que huele? Huele a bronca, a deseos inalcanzables, a miedo, a desigualdad… Sin darme cuenta me quedo dormida, con una cena ausente en la taza, una vela que se apaga sola y un dedo gordo muerto de frío.

No puedo seguir negando la realidad, ¿qué hago con este vacío? No hay nada.  Tenía tanta hambre que ya no podía pensar, había que salir… volar.  De a poco, casi como un murmullo, comencé a sentir unos ruidos del recuerdo, como unas cacerolas desafinadas.  Por el ventiluz de mi habitación se veía el reflejo de unas llamas y un poco de olor a goma quemada se coló también por ahí.  Me levanté sobresaltada, me puse en puntas de pie y traté de ver algo pero el ángulo era imposible.  Debo confesar que me emocioné un poco.  Parecía que pasaba algo. 

Salí a la calle, hacía mucho frío, la gente se reunía alrededor de las fogatas mientras tocaban poseídos las cacerolas.  Pero no con bronca, sino como tribus bailándole a las pocas estrellas que se veían.   En cada esquina alrededor de las llamas parecía que podíamos transformarnos.  Dejar la historia atrás, olvidar las raíces, y volver a nacer como una nueva tribu.  Ser nuevos.   Entonces, festejábamos la unión, porque así los más débiles podíamos soñar y la utopía se hacía carne en nosotros. 

De a poco empezamos a caminar, fue una caminata al ritmo de los latidos de unas cuantas cacerolas, otros llevaban el fuego, charlábamos, nos escuchábamos.  Y yo ya no me sentía tan sola, ni con tanta bronca.  En ese instante parecía posible que se terminaran las injusticias y las desigualdades.  De pronto, John Lennon se paró a mi lado. ¿Qué?  Me miró y dijo: Imagine, we’re not the only ones.  Y yo que nunca entendí el inglés, en ese momento, entendí todo.

Como una daga, entró por mi ventiluz una corriente de aire helado que rozó mi dedo libre sin querer y di un salto en la cama, no lo podía creer.  ¿Por qué me desperté? Había caído en el viejo truco de “ni lo sueñes, todo esto fue un sueño”.   Y todo en este mundo seguía igual, aunque ahora, yo tenía un mensaje, un mandato.   

 



Como estatua

   Estábamos  justo en ese momento del día en que el sol comienza caer en picada y en cuestión de unos pocos minutos se va.  Esa hora me adormecía y me cegaba.  La llaman la hora triste, la hora en que pensamos en la muerte, en la que nos despedimos, en la que se pierden las personas.  En ese tiempo que parece más lento, más triste.   No sólo nos encontrábamos en ese instante eterno, también era domingo y eso lo hacía más trágico y pesado.  La plaza estaba vacía.  Yo caminaba al ritmo del deporte, había decidido comenzar a hacer algo por mí cuerpo. El lugar se encontraba solitario.  En sus casas ya estarían las madres planchando las camisas y los guardapolvos, cocinando, mientras otros con un poco más de suerte mirando el partido,  aunque ¿por qué debería considerarlo suerte? También podríamos llamarlo anestesia, distracción, escape, y eso no tiene nada que ver con la suerte.

 

         Mis pasos se escuchaban entre el crujir de las hojas del otoño, el resto era silencio.  Un leve escalofrío, me recorrió por la nuca, porque en esa soledad parecían habitar mil fantasmas, mis fantasmas.  De pronto, alguien pegó un grito, un alarido grave y confuso.  Miré hacia el sonido y vi un chico, un hombre de unos 30 años, que corría desesperado hacia mí. 

 

— ¡Corré! ¡¡Vienen por nosotros!!!- me gritó desencajado.  Por un instante pensé en salir tras él, pero miré en la dirección de la que venía y no había nada ni nadie.

 

 

    ¿De qué estaba escapando? No sabía si correr o no.  Si confiar y meterme en esa locura, si correr atrás de un hombre, yo que era una mujer, y que me había pasado la vida escapando de ellos. La verdad me desconcertaba… o la verdad ¿me desconcertaba?  entonces recordé a mi psicóloga decirme que cualquiera que tuviera salud mental escaparía del vacío.  En este caso, yo permanecía en un vacío eterno, sola en la calle, sola en mi casa y siempre rellenando con capitalismo mi vida para creer que podía ser un poco más feliz, pero al final, entre las bolsas y los objetos sin sentido que acostumbraba coleccionar no encontraba nada.  Quizás algo de calma por un rato, un relleno al vacío, una respuesta para mi por qué existo.

 

      En medio de la plaza, a una hora y día complejos, quedé como detenida en esa línea del tiempo que llamamos presente.  Momento que existe y se esfuma, momento que se escapa en un suspiro, en una gota de agua que recién era húmeda y ahora está seca.   Quedé entre a un horizonte vacío y  un hombre que se escapaba, y yo, en ese instante eterno e inexistente.  Mi corazón empezó a zumbar, una hoja seca cayó justo delante de mí, un viento pasó por el costado y yo quedé como un prócer detenido en el tiempo, atrapado en una estatua. 

 

Cuando éramos tres

                CUANDO ÉRAMOS TRES      Esa tarde de verano no se escuchaban las hojas...