sábado, 9 de febrero de 2019

Cuento de Navidad


Cuento de Navidad

Todos los años se juntaban con la prima de su papá, Susana, y toda su familia.  Pero para  Julia esa Navidad sería diferente porque era la primera que iba a pasar sin su mamá.  Ese año había aprendido que ahora eran sólo ellos dos, su papá y ella. 

 Salieron con un pollo al spiedo en un taper que su papá había comprado para la ocasión, igual que al pollo, rumbo a Olivos.  Este año por primera vez también habían cambiado de casa, festejarían en la casa de Dante, el padre de Susana, pero oh sorpresa, al llegar allí habían cambiado otra vez de locación.  Dante, de 89 años, trató de explicar más o menos donde quedaba la otra casa pero sin una dirección clara.  Nadie se había acordado de ellos, nadie les había avisado del cambio, nadie había dejado, aunque sea, escrita en un papel la nueva dirección, nunca entendieron que pasó, nunca volvieron a preguntárselo.

 El padre subió al auto con una sonrisa dibujada, las cosas no estaban saliendo como  esperaba, cómo explicarle a su hija de 10 años que la Navidad comenzaba a desgranarse sobre sus propias ruinas.

                Comenzó a dar vueltas por Olivos, sin encontrar rastros de la nueva casa.  Luego de un rato Julia le propuso dejar de buscar.   Su papá manejó sin rumbo hasta que se terminó literalmente la ciudad.  Llegó al río, al Río de la Plata, único lugar de la ciudad en el que se podía ver el horizonte.  Mientras buscan donde parar, notaron que no eran los únicos, había algunas parejas y familias que también festejaban ahí.  Abrieron el taper y comieron el pollo con la mano mirando la luna llena más hermosa que se hubiera  visto una Navidad, su luz dividía las aguas del río y formaba un camino blanco.  En silencio los dos, entendieron que era mejor perderse en ese horizonte, transitar el camino, encontrarse y reconocer que a pesar de haber sentido el abandono, no estaban solos, que a pesar de no tener una mesa llena, ellos podían reinventarse y hacer de su navidad un festejo único, mirarse a los ojos y sonreír de verdad.  

La perpetuidad de los objetos


La perpetuidad de los objetos

                 Revolviendo cajas y papeles en la búsqueda desenfrenada de un papel súper importante que no podía perder encontré después de muchos años una lapicera.  Al verla no sólo vi una lapicera sino también  toda su historia y de repente se me vino encima toda la memoria.
                El día en que mi mamá me la compró era una tarde de sol, quizás unas de las últimas tardes de verano, fuimos caminando varias cuadras hasta llegar a una librería muy grande y cuando vi aquella lapicera que todas mis amigas tenían, se la pedí.  Sin saber ella lo que esa lapicera significaría para mí el resto de mis días, me la compró sin dudar.  Ese fue el último regalo que ella me hizo.  Un tiempo después se fue rápido y sin decir adiós. 
La cuestión es que cada vez que vuelvo a encontrar la lapicera, que vale para mi más que todas las lapiceras del mundo, encuentro un pedacito de historia, pero sobre todo la encuentro a ella.  Puedo transportarme a aquel día, puedo volver a ver su luz y sus aromas. 
Así, muchos objetos cobran un valor único.  Hay objetos que cuentan historias, que nos recuerdan, que nos llevan más allá de la realidad, nos perdernos en ellos como si nada más existiera.  Son objetos que nos trascienden, que tienen más vida de la que vamos a tener nosotros.   Son símbolos cargados de poder.
La paradoja se encuentra en que los objetos, lo material, lo no humano, lo inerte puede cargarse del  poder que le otorguemos pero también desaparecerá con nosotros.  Cuando un día mis nietos encuentren la lapicera no podrán reconstruir ninguna historia salvo que yo se las haya contado.   Estamos rodeados de pequeñas grandes historias que portan nuestras cosas, algunas se irán desvaneciendo con el tiempo, otras se irán con nosotros y otras, las más hermosas, se seguirán contando. 

Cuando éramos tres

                CUANDO ÉRAMOS TRES      Esa tarde de verano no se escuchaban las hojas...