La perpetuidad de los objetos
Revolviendo cajas y papeles en la búsqueda
desenfrenada de un papel súper importante que no podía perder encontré después
de muchos años una lapicera. Al verla no
sólo vi una lapicera sino también toda
su historia y de repente se me vino encima toda la memoria.
El día
en que mi mamá me la compró era una tarde de sol, quizás unas de las últimas
tardes de verano, fuimos caminando varias cuadras hasta llegar a una librería
muy grande y cuando vi aquella lapicera que todas mis amigas tenían, se la
pedí. Sin saber ella lo que esa lapicera
significaría para mí el resto de mis días, me la compró sin dudar. Ese fue el último regalo que ella me
hizo. Un tiempo después se fue rápido y sin
decir adiós.
La cuestión es que cada vez que
vuelvo a encontrar la lapicera, que vale para mi más que todas las lapiceras
del mundo, encuentro un pedacito de historia, pero sobre todo la encuentro a
ella. Puedo transportarme a aquel día,
puedo volver a ver su luz y sus aromas.
Así, muchos objetos cobran un
valor único. Hay objetos que cuentan
historias, que nos recuerdan, que nos llevan más allá de la realidad, nos
perdernos en ellos como si nada más existiera.
Son objetos que nos trascienden, que tienen más vida de la que vamos a
tener nosotros. Son símbolos cargados
de poder.
La paradoja se encuentra en que
los objetos, lo material, lo no humano, lo inerte puede cargarse del poder que le otorguemos pero también
desaparecerá con nosotros. Cuando un día
mis nietos encuentren la lapicera no podrán reconstruir ninguna historia salvo
que yo se las haya contado. Estamos
rodeados de pequeñas grandes historias que portan nuestras cosas, algunas se
irán desvaneciendo con el tiempo, otras se irán con nosotros y otras, las más
hermosas, se seguirán contando.
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