Antonia, otra forma de amar
“Estas son las mañanitas que
cantaba el rey David y hoy por ser tu cumpleaños te las cantamos a ti..."
Ésta es la canción con la que me
despertaba mi abuela el día de mi cumpleaños, con su voz dulce, una mañana de
verano. Más tarde me llevaba a tomar
un helado, un cucurucho bien grande, y en tremenda sencillez se pasaron esos
cumpleaños de la niña que fui. La
dulzura extrema y la esencia del amor guardaban en ella su vida entera.
Hay muchas abuelas, la mía era de
las que cocinaba como chef profesional, hasta su gelatina era un plato de gourmet. Para llegar a su casa recorría más kilómetros
que Caperucita, pero al llegar, un
caminito de lajas, una higuera, un ciruelo torcido y ella, al final del camino con su sonrisa y sus ojitos de
cielo, sus millones de arrugas, sus manos tibias, me esperaban. Siempre me esperaba, como si supiera todo, y
lo sabía, obvio.
En un rincón
de su casa descubrí los primeros libros que leí y allí también fue la primera
vez que escribí sin razón, sólo porque lo necesitaba. Quizás a ella también le gustaban las
historias. Le encantaba contarme un
cuento en el que unos animales viejos luchaban por su lugar y unidos eran más
fuertes. También me contó millones de
veces las mismas historias y yo la
escuchaba siempre como si fuera la primera vez que lo hacía.
Con sus historias, me llevó de
viaje con ella en el barco que la trajo de España, recorrí Palermo en una
carreta con un caballo embravecido porque era domingo y él sabía que no le
tocaba trabajar, escapé con ella y su hermana de un cerdo loco que nos corría, la
vi ayudar al abuelito a construir su casa y luchar con él frente a la
enfermedad, me sentí tan triste como ella por tantas pérdidas injustas, y hoy
daría cualquier cosa por volver a
escucharla mil veces más. Existen muchas
abuelas, muchos amores y muchas formas de amar, existen muchas historias, las
más lindas no se pierden, se vuelven y se vuelven a contar.
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